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Días de invierno

(1987...)

 

ADVERTENCIA PRELIMINAR.

En las Navidades de 1987 comencé a escribir este libro. Era una especie de diario formado por mínimos apuntes de paisaje y reflexiones de alguien situado en un lugar, para mí, muy preciso: el pueblecito casi deshabitado en el que pasé parte de mi infancia y mi adolescencia y, en él, la casa que habité con mi familia.
Pero yo no estaba allí escribiéndolo, sino a muchos kilómetros de distancia. Simplemente, estaba inventando una ficción en la que ese personaje regresaba 18 años después a aquel lugar y celebraba una especie de catarsis, de encuentro con la soledad, en la casa abandonada de sus padres.

Unos cuantos años más tarde, en ese mismo pueblo, un hombre, al que yo conocí y traté en mi adolescencia, daba muerte a seis personas y se suicidaba. Hasta aquí, hechos objetivos que pertenecen a la Historia y a la Geografía.

Desde que comencé la escritura de estos poemas tuve la inquietante sensación de estar haciéndolo al dictado de alguien, de que ese personaje que yo inventaba estaba allí físicamente, que estaba viendo y sintiendo realmente todo lo que yo me limitaba a transcribir. Quizás también pudiera decirse de otro modo: era como si yo me hubiera desdoblado y estuviera a la vez en aquel pueblo y en el lugar distante desde el que escribía. Tal sensación de estar recibiendo palabras de otro quise manifestarla recurriendo, en las primeras redacciones del libro, al conocido truco del "manuscrito hallado" (en este caso, del "manuscrito enviado") y redacté un prólogo explicando que el diario me había sido remitido por un comunicante anónimo, acompañado de una breve carta, que también inventé.

Como el truco no acababa de satisfacerme y el libro no tuvo la fortuna de publicarse -lo leyeron algunos, pocos, amigos y las difusas posibilidades de edición nunca llegaron a concretarse-, decidí suprimir todos los prolegómenos sobre la autoría y asumirla yo completamente, y así el libro pasó a la condición de obra mía e inédita, sin más.

Cuando tuve noticia, por los periódicos, de la tragedia ocurrida en aquel pueblecito, me sentí sobrecogido por muchas razones. Supe entonces que el homicida, que, cuando yo lo conocí, sólo pasaba en el pueblo algunas temporadas con su familia, había decidido asentarse en él de manera estable unos cuantos años antes y vivir allí él solo.

No quisiera entrar en terrenos que tengan nada que ver con el misterio. Pero deseo dejar constancia de cierto escalofrío que me asalta cuando releo algunas de las palabras de este diario y pienso si no habré estado describiendo, sin querer, el proceso de búsqueda solitaria, de observación inútil, que llevó a Juan Medina a la desesperación y la locura.

En todo caso, queda claro, una vez más, que la realidad supera con creces a la fantasía, pero también que, como escribió Pessoa:

El poeta es fingidor,
finge tan completamente
que finge fingir dolor
cuando de verdad lo siente.

"Construyo a mi corazón una tumba para que
pueda descansar en ella; me encierro en
mí mismo como una larva, porque afuera
sólo hay invierno."

F. Holderlin.

NADIE ES NADIE.

No existen ni tu imagen ni tu historia.
Hay tan sólo un espejo, y el choque de tus ojos
un arduo personaje reconstruye
que tú aceptas, o sufres, sin remedio.
Ni los otros te ven. Únicamente,
cuando, a veces, tu sombra se equivoca
y surge en el espejo que inventa para ellos
una supuesta identidad, perciben
un fantasma que nombran con tu nombre
-a tal interferencia la llaman conocerte-.
Tampoco es la memoria nada más que ese espejo,
cuyas deformidades también te han elegido,
y que, al cerrar tus ojos, te contempla,
con la vana esperanza de perpetuar el niño
que te soñaste un día, o de que, al despertar,
la nada haya borrado
todo rastro de espejos, de memorias,
de la falsa presencia que, a veces, crees ser.

Tal vez la voz que escuchas sea la voz de un muerto
y el murmullo del agua -cántico de una fuente seca ya tantos
años-
sólo exista en tu oído.
Tal vez estas palabras forjadas en los ojos gastados por los días
y las lágrimas
sean lo único cierto, lo que tú y yo tenemos
en común, lo que existe
para hacernos creíble nuestra propia existencia.

He llegado hasta aquí desnudo de equipaje,
por carreteras ínfimas
-náufrago vomitado por la vida-,
buscando acaso el fondo más hondo de la duda,
quizás la soledad, el silencio o la muerte.
He regresado al sitio de mi infancia
a ponerles palabras al amor moribundo, al deseo perdido y al
fantasma
de lo que fue paisaje y escenario
y es hoy melancolía. Aquí fui niño
y no supe decirlo entonces. Ahora quiero
reconstruirme o, cómplice, entregarme a la ruina
de este lugar que amé y que ya no es el mismo,
de este pueblo, esta casa, donde estoy instalando
ml cuerpo y mi memorla entre residuos de tiempo destruido.
Sé que mi amor tampoco
es el amor de entonces. Sin embargo,
sigo amando estas tierras ateridas,
cada vez más desiertas y más pobres,
más de nadie...

Diciembre, 20

Aquí.               Ahora.               Nunca.

Diciembre, 21

El frío me despierta
y finge hallar refugio en mis axilas.
Amanece.

El horizonte
renace.

Sol.

El águila eleva

el cielo.

Huye

el gorrión.

Tumulto de minutos persiguiéndose.

La iglesia,
muda.

Tiempo de piedra.

Cabras de regreso

por el anochecer,

alzan sus cuernos
y, desde las esquinas,

sonríen.

Intensidad.

Ver el galope

inmóvil

de las estrellas.

Vengo de un lugar mordido por el desprecio y la desesperación,
de un lugar donde la sangre de los hombres se filtra entre las
cifras de los balances.
Huyendo de las humillaciones y de los vaivenes del deseo,
de las horas que, en su anodina persistencia, anuncian la
necesidad de la muerte,
he venido a purificar con el fuego las inquietudes y las
contemplaciones,
a reunir junto a mí la huella de todas las desgracias y todas las
ausencias,
a beber el agua de todos los cansancios.
Detesto el crepitar de mar en mi pecho y la furia en mis
sentimientos.
Intento anudar con las palabras esta insoportable rebeldía de mi
cuerpo.
Busco las palabras prohibidas, el cruel castigo en el que hallar
la salvación.

La noche.

Oscura
lentitud.

Diciembre, 22

Con el viento del Norte,
ruedan las horas por la montaña
traen, sigilosas, el amanecer.

Frío

el aire

en los labios.

Solitaria celebración

del beso.

Cesa

el aguacero.

Ojos en la tierra

descifran

mi silueta.

El cementerio

chirría

cuando abro su puerta de cadáver.

Sombras en la chimenea,

su mirada.

La noche me contempla.

Huyo de un mundo que no me pertenece y al que yo no deseo
pertenecer,
porque el sometimiento y la esclavitud son allí la norma de los
hombres.
He venido a contemplar cara a cara el rostro implacable de la
destrucción,
a llenar mi espíritu con la congoja de las desapariciones,
a ahuyentar la discordia que habita en mis entrañas.
Instalado en este silencio donde reinan mezclados olvidos y
memorias,
me entrego al azar de la desolación y mis labios hieden como los
de un cadáver.
Siento sobre mi piel el tacto obsceno de la muerte.
Me ocupa un infinito cansancio de estar vivo.
Quemo en el sigilo del fuego las huellas de mis manos para
destruir todo rastro de identidad.

Nado

e1 sueño,

inmenso territorio,
las sábanas.

-"Duro

campo

de batalla

el lecho"-.

Diciembre, 23

Despertar.

Pálida incitación
de los cristales.

Carámbanos.

La mañana

pende
del
tejado.

El río fluye
lento.

El mar,

tan lejos.

Huertos.

Tapias de piedra.

Ningún botín espera
el asalto furtivo
de los adolescentes.

Atardecer.

El camino se detiene

interrogando rumbos a mis pasos.

Nieva.

Cielos

frágiles

se desploman

sobre la noche.

He escapado del ruido y la furia de las ciudades
para aventar por esta soledad la más seca cáscara de mi corazón.
Busco las ocultas grietas donde me fui quedando
sin aquel ser que me habitaba y era como un niño,
donde el tiempo cruel me despojó de mí
y me entregó a este personaJe en el que no
logro reconocerme.

He llegado aquí huyendo de mil desastres,
del espectáculo feroz de los telediarios.
Vine a colgar mi sangre y mi memoria
a la intemperie de todos los olvidos
y he encontrado el fracaso de la huida
-nunca lograr huir del deseo de huir-.

Ahora desconozco el destino de mi fuga,
tal vez quedarme a solas para siempre
con mi soledad.

Uñas, dientes, palabras.
Inventario completo
de mis armas.
Cierro los ojos.
Invento invasiones.
Acaricio las formas del silencio.
La cama chirría.
Mejor dormir.

Diciembre, 24

El lecho detiene,
tibio,
la implacable presencia de la luz.

Barcos imposibles.

El horizonte

lleno de nostalgia.

Es fría la mañana y es hermosa.

El sol apenas sabe qué esconden los brezales.

Sendas abiertas.

El silencio

las llena.

La sombra de mi cuerpo
dobla la esquina
ávidamente. La oscuridad
nos abre su refugio.

Noche blanca. La nieve
anticipa la aurora. Lobos.
Huellas heridas por el frío.

He salido de un mundo lleno de hospitales y de cuarteles,
de escuelas y de cárceles,
la lamentable edificación de un arquitecto dipsómano y loco.
Me acojo a la austera y cordial hospitalidad
de estas viejas paredes,
pues nada encuentro más humano que la piedra.

Hubo navidades pasadas en la cercanía del fuego,
alrededor de una humilde bandeja con trozos de turrón y
polvorones,
cánticos hacia la media noche y largas partidas de naipes.
Imagen de la felicidad.
Era posible entonces irse a la cama fría,
porque dentro el corazón llevaba un ascua llena de anhelos y
esperanzas.

Ahora mis ojos han venido a recuperar el llanto,
las lágrimas que traían los días aciagos y los disgustos,
a encontrarse con el tacto húmedo de las noches melancólicas.
Y quisiera ahuyentar de mis ojos esta tristeza,
la congoja de un desaparecido que se busca
en las ruinas atormentadas por el tiempo y el desasosiego,
en las entrañas del humo que dispersó la vida.

Invisible
la pena
bajo mi piel dormida.

Diciembre, 25

Amanece otra vez.
Sorpresa de la piel
entregada a la noche.

Desciende, diagonal,
cotidiana y exacta.

Un momento,
mi ventana contiene
sus pasos.

Después todo son ojos y vacío.

Desde el cerro,
la mirada
se duele en la vejez
de los tejados.

Aulaga, zarza, espino,
muestran el noble oficio de la herida.

Buitres.
"Dibujo de la muerte",
el cielo.

Fugitivo
sin esperanza,

el crepúsculo.

Estos pagos helados
fueron alguna vez sustento de sueños y deseos.

Pero ya no hay tierra donde puedan fructificar mis deseos
ni edificarse mis sueños.

Es éste un lugar herido por las horas ciegas y despiadadas,
por las noches funestas y por las estaciones.
Todo es aquí motivo de alimento para la aflicción.

Y ni siquiera hallo consuelo en tantas desgracias que no me
pertenecen.

Asedio del silencio acechándome.
Cerco de luna sobre mi ventana.
Bajo los párpados,
el tiempo permanece.
Insomnio.

Diciembre, 26

Despierto.

Mi paladar es áspero
como el sabor de las espigas.

La casa tiene puerta,
ventanas.

La soledad

es inaccesible.

Ojos
áridos de barbechos
inventan tanto mar cuanto desean.

La escuela
vacía.
Niños
del pasado.
Por instantes,
una risa
sueña
en la memoria.

Luna llena.

La tarde

permanece.

¿Alguien llama?
La puerta no responde.

En esta casa hubo días de rigor y días de gozo.
También la venganza y el odio acecharon a veces por entre sus
rendijas
y la muerte vino a morar bajo su techo
y esperó con paciencia hasta que alguien
se dejó convencer para salir con ella hacia un viaje sin fin.

He venido a tomar posesión de una tumba
que el destino grabó, precisa, en mi memoria
y habitar en ella hasta el final de mi agonía.
Aquí celebraré la gran ceremonia del amor y del odio,
me desposaré con el destartalado fantasma de mi consumación.

Desearía que este lugar no fuera ya ninguna parte,
edificar con mis palabras una distancia eterna
que impida toda tentación de viaje.
Quiero que nunca más los caminos transcurran,
que nadie llegue aquí, que nadie pueda
emprender la partida ni soñar otra tierra ni otra muerte.

He hallado un lugar perfecto para el llanto,
donde el dolor florece sin descanso.
Anclaré mi vida en esta sepultura.
El barco dejará de navegar para siempre.

La noche
duerme también.
Olvido

Diciembre, 27

Herida
del sol
sobre mi sueño.

Urgencia del deseo.

La mano presta

la caricia posible.

Nadie aquí
conoce mi nombre.
Inventan:
ése que pasa
y mira melancólico las grietas
de los muros.

Ancianos
entregados al sol
junto a la tapia.
La muerte
es ya
esperanza.

Murciélago infinito,
la noche se aproxima
por el aire.

Qué fría la palabra
cuando el fuego se duerme.

Mientras fuimos niños, construíamos
un edificio de intenciones y de sueños,
de sonidos y de deseos.
Inventábamos mundos detrás del horizonte, más allá de las nubes.
Luego vinieron días marcados por la desazón y la desesperanza.
Mis manos se habituaron a palpar la distancia y el vacío,
a hurgar en lo profundo de las devastaciones.
Aquí traigo mis manos; han venido
a recoger el hilo de la cometa que se alejó hasta hacerse
invisible.

He traído mi lengua para encontrar el gusto a limo de los peces
tiernos,
el sabor amoroso de las moras o la embriaguez azul de las
endrinas,
la plenitud del agua como un beso encendido de frescura.
Pero sólo la sed y la derrota ocupan mi garganta
y me inunda la boca el amargo sabor de la impotencia.
Beso inmundos cadáveres borrachos que mi boca conjura sin cesar.
Entrego mi cuerpo a la devoración furiosa de las palabras que
alimento feroces y crueles,
que roen sin piedad y sin descanso mi lengua destrozada,
inútil ya para todo lo que no sea la celebración de la ruina.

Desnudarse,
ya es tarde.
El lecho,
tumba cotidiana.

Diciembre, 28

Agua fría.
Mis manos reconocen
el tacto de la muerte.

Lentitud del río.
Débil amanecer.

La luna frágil huye
salpicada de escarcha.

Tañen
la campana.
Quizás sea domingo.

Hoy
odio las nubes
que viajan.

Anochece.

Los ojos de los gatos
roban la luz,
estrellas sigilosas.

Pesadillas.

El viento azota

mi ventana.

Durante los meses cálidos,
el aire hacía las miradas transparentes y puras
y cada sonrisa era una renovación de la primavera.
Ahora los ojos de los muertos acechan,
densos y viscosos, invaden la noche
y la llenan de ruidos y temblores oscuros;
porque la malicia y el horror
nunca pudieron ser desterrados del todo de entre nosotros.

Entonces, cuando la voz del cárabo
llenaba de temblores los silenciosos sueños del robledal,
era verano y la tristeza, una palabra aprendida de memoria.
La luz fatigada de las tardes se hacía acariciar por ojos y
besos.
Ahora golpeo mis ojos contra la luna, lucho con la noche,
abro el hervor de mi pecho para arrancarme este latido a traición
que me hace semejante a un ser humano.

Escribo: calma,
silencio.
Pero el viento no cesa.

Diciembre, 29

La lenta incertidumbre de las horas
anuncia amaneceres invisibles.

Un gato

camina

por el desván;

roza
el silencio.

Árbol
sobre la piedra.
Reto
del paisaje.

En el futuro,
ningún día
será igual
a éste.

En el voraz refugio de la llama
me deposito,
huyendo de las sombras.

Aullidos.
Sueños o lobos
desvelan
la noche.

Hierba, trigo, arboledas, pan reciente,
los aromas de esta tierra fueron un día bálsamo propicio para el
gozo,
hallazgo afortunado de mi aliento
Ahora respiro aire aterido y mi sangre va transportando el frío
hasta el centro de mis huesos, hasta el fondo más íntimo del
recuerdo
donde tiritan, viejos, los días del pasado.
Y mi nariz se llena con el olor del miedo y de la pesadumbre,
un hedor implacable a muerte y a putrefacción.

Sobre el sexo,
la mano
condensa
la memoria.

Diciembre, 30

Besan mis labios
los muslos fríos de la aurora.
Luz.

El río.
Incesante transfiguración.
La memoria.

Signos de vida:
hojas secas,
mujeres enlutadas.

El viento

dispersa

mantones y novenas

Invasión de la noche.
La chimenea
negra.

Hoguera.
Tiempo devorado.

Miro
la llama.
Un bosque
arde
en mis ojos.

La desolación está aquí instalada definitivamente.
Es éste un lugar ocupado por la muerte: los muertos
superan con mucho en número a los vivos.
Y yo soy responsable de este afán insensato por descubrir el
nombre de todas las inexistencias,
por ver crecer ante mis labios el fúnebre sabor de los días
podridos,
y arraigar en mi pecho este fiero dolor
de estar sobreviviéndome durante tanto tiempo.
Ahora mis ojos obedecerán los mandatos de la desesperanza.

La noche
abre su sexo oscuro.
Penetro,
caigo,
gimo.
Me entrego a la caricia de la sombra.

Diciembre, 31

Soñar:
manos nunca sabidas
celebran mi cuerpo.
Despertar:
el silencio,
húmedo.

Constatación.
Aquí
ya
no existe
primavera.

Las arañas
tejen
-con qué afán-
su prisión perpetua.

Huyen
recuerdos
por la chimenea.
Humo la memoria.

Ceniza ya la noche
cuando el fuego se extingue.

Noches o días son aquí lo mlsmo;
pero las noches son más largas
y algo más tristes, sobre todo
cuando la nieve aúlla y caen
fatigosas las horas empapando las sábanas.

Hay en la casa manos que me apresan en su fluir perpetuo,
tiran de mí, me arrastran hacia un tiempo borroso y desconocido.
Su tacto no es semejante a ningún tacto.
Me refugio en la amargura de mi paladar,
podredumbre de besos. También el amor
era otra mentira: una palabra más para escribir poemas.

La habitación

naufraga.

Un sueño me ahoga.

Sed.

Enero, 1

Cabellos de la luz.

Qué hermosura,

mirar.

Se besa con el viento
la campana.
Leve
son.

Viejo
como la muerte,
el cementerio.

Las horas
pasan de largo.
Qué ajeno
el tiempo.

Los grajos
devoran la tarde.

Nieve.
Silencio
blanco
sobre mi ventana.

Mis ojos se hicieron promiscuos de cielos y de mares,
se llenaron de mentiras azules y distantes.
Mañana, si mañana existiera, pondría mis ojos a enfriar en la
lumbre del alba.

Toda mirada es culpable y merece el inmisericorde castigo de la
ceguera.

La víbora

desnuda

repta

por mi sueño.

Enero, 2

Atraviesa
la ventana
el amanecer.
La luz invade
el sueño.

"Sepultura de la imaginación".
Las nubes
sólo parecen
nubes.

El tiempo
no lo miden
relojes
ni palabras.

Gestos
condenados a ser tuyos.
Prisión.
El espejo.

Alguien

pasa.         Nada

veo, ni oigo.

Sé.

Sobre el borde de la sombra,
llamas
dormidas.

Mi rostro se perdió en la marea de los días y de los
acontecimientos.
Ya no me reconozco.
La búsqueda tenaz de un yo desconocido
es una huida permanente de otro yo que me ocupa.
He dejado de pronunciar mi nombre para intentar aniquilarlo en el abandono.
Porque no hay mayor crueldad hacia los seres que nombrarlos para poseerlos.
Ni mayor desprecio hacia las palabras que condenarse a enmudecer para siempre.

Posesión del silencio.
Quizás el paraíso
fuera como esta noche tan quieta y tan profunda.

Enero, 3

Gallos lejanos
desentierran el cadáver
de la noche.
Ofrenda macabra.
Sol pálido sobre los tejados.

Los días siguen a las noches,

las noches

a los días.

Orden del tiempo.

Círculo.

Cementerio.
Ninguna amada muerta
que explique
este deseo de arañar la tierra.

Callejas encrespadas.
Gatos persiguiéndose.
La noche
tensa de maullidos.

En mis ojos,
ojos antepasados
me muestran recuerdos.

Mis labios beben
los labios negros de la noche.

Hoy las sombras han penetrado en mí
y han hallado el frío en mi corazón.
Soy un muerto abandonado por la muerte,
un asesino sin víctima, el fracaso de todas las mentiras y todas
las palabras.
A estas horas, morir
sería un final demasiado feliz para mi historia.

La mano aplaca,
suave,
la inquietud del sexo.

Enero, 4

La mañana
viene.
La noche
se recoge
en mi corazón.

Se aleja la tormenta.
El cielo
blanco
dibuja la esperanza.

Una cruz

de hierro.

Sobre las manos de mi padre,
tierra.

Multitud.
La memoria me rodea.

Horas
como campanadas
de difuntos.

Esa voz incesante
¿qué dice?
El viento.

La devastación ha ocupado los despojos de mi memoria.
Y la ruina se alza y cae sobre mi cuerpo
que intenta edificarse en el solar tejido por los huesos
de esta lenta hecatombe.
Mi terquedad remueve el escombro que soy
en busca del hogar donde incendiarme, donde promover
una pira perpetua alimentada con mis entrañas
que ofrezca su calor a tanta muchedumbre aterida de muertos.

Necesito delimitar el caos oscuro en mi cabeza,
disolverlo en distancia,
dispersar las fechas, tachar los calendarios,
como si los años hubieran transcurrido a mis espaldas
y yo fuera un mineral preso en algún punto inexistente del
tiempo,
náufrago en un islote de la memoria ignorado por la cartografía
de los recuerdos.
Mi empeño es olvidar: el único recurso para seguir viviendo.

El sueño
bajo mi cuerpo
cruje.

Enero, 5

Leve,
tiembla el amanecer
en la escarcha.

Diviso
una torre,
chopos,
la montaña a lo lejos.
Incitación de alturas
y caídas.

Bajo el vacío de los árboles
se acumula
el color de la desdicha.

El castillo no existe.
Su reflejo atormenta
mis pupilas.

Niebla.
Para mí también
soy un desconocido.

Mi tacto
invade la pared,
comparte
las heridas del tiempo.

Quizás soy una ruina que colecciona ruinas.
Y busco transgredirme con toda la crueldad que pueda inventar
el odio.
Sé que sólo lo que ha muerto admite resurrección.
Y poco a poco voy encerrándome en el círculo fatal de estas
palabras que yo ya no pronuncio: me pronuncian.

El miedo
me protege.
No llegará la muerte
tan a deshora.

Enero, 6

Despertar.
Encontrar, inmutable,
la línea           del horizonte.

quebrada

Los párpados
inventan
otra noche -cómplice
la quietud
pálida de las horas-.

Amo el silencio,
el sueño, la distancia.

No hay rosas
en el viejo jardín.
Empeño vano
la palabra.

Desolación.
A estas horas
alguien
está muriendo.

Los ojos de la noche
cierran el camino.
Ya nadie pasará.

En mi piel
sombras enredadas,
en mi corazón
el frío de una tumba.

"Afuera sólo hay invierno".

Nunca nada será más
lírico que el silencio.

Enero, 7

Obstinación
del tiempo:
siempre hoy.

Como un ángel mortal que arrastrara sus alas por el barro
simulando que el vuelo es aún posible,
he buscado un remanso donde el pasado está y el futuro tal vez no llegue nunca.
Por no hablar del presente, que parece una farsa,
una broma fatal del calendario.
Confieso ser tan sólo una sombra solitaria y sedienta.

Ocupan mi lugar estas palabras
que pretenden nombrar, tan torpemente,
esa música de violín que estalla en el vacío de mi cabeza,
el canto de las horas furiosas, algún lamento por la crueldad del
hastío,
este crujir de la madera herida, la sintaxis quebrada de los
huesos,
un grito de mi carne al sentir el placer de hundirse en la
derrota,
señal de no haber muerto aún del todo.

En fin, aquel desaforado romanticismo plañidero
que infundieron en mí ciertas desorientadas y nefastas lecturas
juveniles
me redime de estilos, preceptivas o modas literarias.

Quizás morirse sea una forma de hacer literatura

-y también viceversa-.